Humildad
Hoy soñé con un paisaje pedregoso en la montaña. Una montaña en particular, pero sin ningún rasgo referente a algo que existiera previamente; tan sólo una montaña alta, nebulosa, empedrada. Y en ese lugar frío y nebuloso había una especie de campamento, ocupado por gente que no tenía pertenencias ni carpas; era como si no fueran a dormir ahí, pero sabía que estaban acampando.
No les vi ni tiempo ni tristeza.
Pero ahí vivía, por ese día. Y en ese momento.
Yo estaba ahí, como los árboles, los arbustos o las piedras, tan natural y cómodo como cualquier cosa que siempre hubiera estado en ese sitio desde el inicio de la montaña.
Esta gente se estaba sacando fotos, pero no como cualquier turista. Se unían en grupo y tomaban una sola foto, sin importar cómo saliera. Luego se iban y se cambiaban; unos se cortaban el pelo y otros se lo pintaban o llegaban con un look distinto, como tratando de diferenciar el tiempo que había pasado por ellos. Cada foto era distinta, incluso algunos lograban salir más viejos o más jóvenes; la lógica del paso del tiempo no parecía tener sentido lineal. Estuvieron toda la tarde ahí, tomándose fotos. Y ellos decían que cada foto era un día distinto de la vida futura, que ellos estaban construyendo los siguientes veinte años que no tendrían, y que esa era la prueba de lo que aún no había pasado. Si hubieran tomado infinitas fotos habrían declarado estar días y noches infinitos ahí, jugando con la ficción de su suerte, de su futuro, que en ese momento, como idea, como realidad, era absolutamente todo para ellos.
Conversé con algunos, por momentos. Uno de ellos era doctor; otro, paracaidista profesional; otro, profesor de matemáticas; otro de ellos, sacerdote; otro más, arquitecto, y otro, explorador.
—¿Qué es lo que hacen acá, doctor?
—[Me respondió en el lenguaje de los sueños, algo que se siente tan natural para contestar pero que no tiene nunca una forma que los sentidos puedan admitir en su totalidad porque no funciona con sus reglas].
Me dijo que eran enfermos terminales de cáncer que habían decidido, a raíz de la incertidumbre de su futuro, lleno de dolor o angustia para ellos y sus familiares, inventar ese futuro, o más bien reinventarlo, crear una ficción específica que los llenara de esperanza y alegría. Habían decidido visitar una montaña santa, pero como no encontraron una montaña así cerca, decidieron santificar una — ya que uno de ellos era sacerdote – y coexistir en esa neblina para acelerar el registro de sus días. La neblina que, de una u otra manera, ya los rodeaba antes de llegar ahí. Así, su memoria sería una realidad colectiva que pudiera dejar un registro, y que de cierto modo ese registro tendría un mensajero que entregara dichas fotos a cualquier persona para que los recordara.
Para mí, era natural y lógico, como si se tratara de un plan de toda la vida. No me lo dijo, pero entendí que los que estaban ahí amanecerían en el fondo del barranco. Sin embargo, eso nunca sucedería porque en ese momento, en ese amanecer, yo ya no estaría soñando con ninguno de ellos; el fondo de ese barranco era el fondo de mi mente, o tal vez la santificación de la montaña la había hecho tan alta que, así como la historia de Borges, sus cuerpos morirían de viejos en el aire y se disolverían en el viento antes de tocar el suelo.
Y nunca amanecería.
Me rogaron que no los olvidara, porque tomar esas fotografías era su último intento de perpetuar su existencia, y que, dado que eran personajes de sueños, esa existencia estaba condenada de antemano la bruma de los ojos que se despiertan. La bruma que sólo cabe en los ojos que contemplan la realidad y sus reglas, y que a pesar de todo lo que se expandan, esa sacudida de lo divino no tiene una entrada inmediata para las memorias de los sueños.
Y, obviamente, tampoco para la de su muerte.
No sabía a ciencia cierta si les preocupaba más la memoria de su ser, el sentido de su vida o la existencia de su muerte. Alguien que nunca muere debería ser, en teoría, alguien que siempre está vivo, porque si ni vivo ni muerto alguien existe, y no es memoria ni tampoco es deseo, concebido por alguien o por algún tipo de conciencia, entonces, ¿qué es?
No me pregunto todavía quiénes eran. Pero habían roto las propias dimensiones de su existencia al reinventar su historia, su futuro, y al decidir sobre su muerte. Al acercarme a ellos, cada uno me había transmitido su historia en sueños también. Eran alrededor de veinte personas. Ninguno tenía un perfil convencional, pese a que sus títulos lo eran. Uno de ellos, el doctor, vivía en un salón gigante con una casa rodante en su interior, a la que nunca habían sacado de esas cuatro paredes.
El sacerdote vivía en su iglesia, pero ya no iban feligreses. Dios llegaba a ratos, pero ya ni el sacerdote creía en él porque no le encontraba la utilidad; cuando Dios iba era para ver una brújula en el centro de la iglesia que el sacerdote tenía como una pieza de museo, en medio de una pila de agua, que no era la bautismal. Me habló de un lugar donde dialogan las almas de los muertos y masacrados, que no era el cielo, ni el infierno, ni el purgatorio.
Recuerdo también al profesor de matemáticas, que hacía bastante hincapié sobre las lógicas de su mundo (el sueño) y me decía que no debería verlas distintas de las de mi realidad. Ideas como la muerte, como las dimensiones de la vida, son sólo percepciones, que yo vivía en un mundo gobernado por los sentidos y él no. Pero que si creía que su existencia estaba delimitada a mi percepción de su ser, porque era mi sueño, entonces que pensara dos veces lo que constituía la mía. ¿Quién me pensaba a mí? ¿Quién me constituía y legitimaba mi existencia? ¿Yo mismo? ¿Un ser superior? ¿Otro soñador de otra realidad cuyos sueños tienen cinco sentidos y su realidad más?
El paracaidista estaba preocupado por las formas. Me explicaba que el primer límite que existe en la mente del ser es el vacío y el primer miedo, el horror vacui; entonces, después de nacer, el siguiente límite es el primer átomo de lo conocido. Decía que, a medida que empezamos a entender la existencia, nosotros mismos comenzamos a crear las estructuras a través de las cuales traduciremos e interpretaremos la realidad. En mi mundo, a medida que crecía fui conociendo poco a poco que existía la muerte. Y mucho antes, ese desierto, el desierto de la ilusión y la otredad que nos desespera antes de la muerte. Hubo una vez un momento en el que creé una patria personal, en el límite de mi sueño y mi ser consciente, y desde esa frontera me dije:
“Este es mi territorio. El territorio donde voy a amar, donde voy a vivir, donde voy a soñar lo imposible. Acá no hay nada que me asuste, nada que me detenga. Nada que me inquiete, nada que me olvide. Es el país escondido de mi mente, donde nunca voy a morir, hasta que muera”. Él me dijo que comprendía eso y que ese iba a ser el único sitio donde en verdad iba a existir.
Uno de los que más me dejaron en la mente ese eco absoluto fue el arquitecto, que usaba (en lenguaje de sueños, entiéndase) conceptos como el de la reimaginación y el del escape. Explicaba que se traslucían para lo que es una realidad vilipendiada por elementos tan nocivos como la violencia, la pobreza o el analfabetismo, que son conceptos de una evolución personal lineal a partir de una existencia basada en una lógica de principios y finales. Su casa era un aleph (sí, ese del que Borges dice:
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos).
Me decía que si bien es cierto que hay límites geopolíticos, étnicos, religiosos, históricos, personales, etc., toda la existencia se trata de reapropiación y redefinición de límites. En realidad, esta búsqueda subconsciente nada más se autoinstrumentaliza para construir realidad: una realidad que para ellos hace rato ya había cambiado. Mencionaba constantemente cosas como la ultraarquitectura o arquitectura expandida inversa.
Me decía que esta es una analogía con lo que hacen las escuelas sin saber de literatura. Él me contó que vivió mil años, y en esos mil años (de sueño) vio cómo se construían una ciencia y el sistema de una ciencia. Hubo una ciudad que encontraron construida ya, pues la gente no sabía qué hacer ni tampoco sabía cómo construir ciudades. Obviamente, lo primero que hicieron fue habitarla; luego, imitarla.
Dándose ínfulas de grandeza en medio de su precariedad, les enseñaron que para hacer edificios sólo debían usar los materiales e ir poniendo ladrillos sobre ladrillos. Y claro, eso les funcionaba al principio, para hacer casas y edificios pequeños. A nadie le importaba y nadie ambicionaba cosas más grandes, y se fueron formando jerarquías y statu quo sistemáticos y basados en la meritocracia. Y a partir de eso se va legitimando la repetición sin conciencia de la arquitectura del lugar. Nace la pedagogía de lo básico. Nace el camello, nace el león, nace el niño, a partir del error lógico y el fracaso.
Se van dando cuenta y tomando conciencia de que no saben nada y no ambicionan nada, y no tienen ni buscan el conocimiento que permitió planear los edificios de esa civilización antigua, ni cómo reproducir sus conocimientos. En esta nueva etapa, la crisis comienza con el “por qué” y esa pregunta empieza a abrir todo, hasta que al final terminan entendiendo la estructura misma de la mente y los sueños. Luego, alguien halló un acertijo para construir un edificio sin límites, y al seguir, encontró el cáncer.
Me quedé preguntándome si dentro de un sueño todo es distinto, porque un cáncer no lo era. Y me dijo que sí porque venía de sus dudas, del sentido de su ser, y de la forma en que predecían el tiempo.
Para el último, el explorador, la vida había perdido sentido. Sólo tenía preguntas. Preguntaba que si un astronauta podía ser también explorador, y además soldado; me decía que él no tenía ganas de hacer una carrera militar, que en el mundo real los astronautas y los exploradores son ejecutores, pero éste no era el mundo real. Un astronauta es un símbolo. La exploración, la determinación ante lo desconocido y ante lo imposible son parte fundamental de su propósito. Me decía que cuando quiso ser astronauta lo que deseaba era maravillarse de lo que nunca termina. A los científicos los empujan la pasión y el deseo de lo aún no conocido, pero eventualmente imaginado. Y el darlo todo por eso que quieren descubrir. Ese es el explorador, el que ofrece un sacrificio ante lo supremo y lo inconmensurable, sin sentirse pequeño. Pero ¿para qué le sirve conocer o estar donde nadie ha estado, ya sea el fondo de la tierra, lo profundo del mar o lo infinito del universo? ¿Qué gana con eso? ¿Qué gana con sentirse insignificante e ignorante del peso del conocimiento del universo?
Alguien dijo la palabra que nos dejó callados: humildad.
Humildad. Y con eso, amor.
Los arrogantes sufren.
Nadie más habló después de eso. Pero pensé que era la única manera de entender todas las formas de infinito, así como todas sus construcciones posibles.
Mencioné que este colectivo de gente necesitaba un mensajero; pues ese mensajero era yo. Y esta es mi forma de darle continuidad a su existencia. Seres de sueños cuya única preocupación fue la existencia de su memoria, aunque la memoria de un sueño tenga más peso que la gente que lo formó. En esas circunstancias, en ese momento, en ese sueño incompleto.
En este momento.
Humility
Today I dreamed of a stony mountain landscape. A specific mountain, but without a single feature that recalled anything previously in existence; just a towering, misty, cobblestoned mountain. And in that cold, misty place there was a sort of camp occupied by people who had no belongings or tents –as if they weren't planning to sleep there–, but I knew they were camping.
I saw no time or sadness in them.
But I lived there, that day. And at that moment.
I was there, like the trees, bushes, or rocks, as natural and comfortable as all that had been there since the mountain began.
These people were taking pictures, but not like simple tourists. They came together as a group and took a single photo, unconcerned with how it came out. Then they'd leave and get changed; some cut their hair, others dyed theirs, or came back sporting a new look, as if trying to differentiate the time that had passed through them. Each picture was different, some even managed to look older or younger; the logic of the passage of time didn't seem to make linear sense. They spent all afternoon there, taking pictures. They said that each picture was a different day from the future; that they were building the next twenty years they wouldn't have, and that this was the proof of what was yet to come. If they had taken infinite pictures, they would have declared infinite days and nights there, playing with the fiction of their fate, of their future, which at that moment, as an idea, as reality, was absolutely everything to them.
I conversed with some of them, on and off. One was a doctor, another a professional parachutist, another a professor of mathematics, and there was a priest, an architect, and an explorer.
- What are you doing here, Doctor?
- [He answered me in the language of dreams, which one answers naturally enough, but which has a form that can never be fully accepted by the senses because it works outside their rules].
He told me that they were terminal cancer patients who had decided, given their uncertain futures full of pain or anguish for them and their families, to invent the future, or, rather, to reinvent it, and create a specific fiction that would fill them with hope and joy. They had thought to visit a holy mountain, but failing to find one nearby, they decided to sanctify one –since one of them was a priest– and to live together there, in the mist, to speed up the process of recording their days. The mist that, in a way, had surrounded them even before they had arrived there. Their memory would therefore be a collective reality, and a record of it would be left behind, along with a messenger who would deliver the photos to anyone wishing to remember them.
This seemed both natural and logical to me, as if it were a lifelong plan. Although he didn't tell me this, I understood that those present would, by the following dawn, lie at the bottom of the ravine. And yet, this could never happen because at that moment, when that dawn came, I would no longer be dreaming of any of them; the bottom of that ravine was the back of my mind, or, perhaps, the sanctification of the mountain had lifted it so high that, as in the Borges story, they would die of old age in the air and dissolve in the wind before they touched the ground.
And it would never dawn.
They begged me not to forget them –the photographs they were taking were their last attempt to perpetuate their existence, and because they were characters in a dream, they were condemned in advance to the mist of the waking eye. The mist clouding only the eyes of those who contemplate reality and its rules, and no matter how wide they are opened, the shaken divinity is granted no immediate entrance into the memories of dreams.
And, naturally, no entrance into the memory of their death.
I wasn't exactly sure if they were more concerned about the memory of their existence, the meaning of their lives, or the existence of their deaths. Someone who never dies should, in theory, be someone who lives forever; because if someone who is neither alive nor dead exists, and is neither memory nor desire, but conceived of by someone or some kind of conscience, then, what is it?
I have yet to ask myself who they were. But they had shattered the very dimensions of their existence by reinventing their history, their future, and deciding on their death. As I approached them, each one transmitted to me his or her story, also in dreams. There were about twenty people there. Not one of them had a conventional profile, although their titles were conventional enough. The doctor lived in a giant room with a mobile home inside that had never traveled beyond those four walls.
The priest lived in his church, but had no parishioners. God came around from time to time, but not even the priest believed in him anymore, finding no use for him. God visited only to look at a compass that the priest kept as a museum piece in the middle of the church, in the center of a font, which wasn't the baptismal font. He spoke to me of a place where the souls of the dead and massacred converse, which was neither heaven nor hell nor purgatory.
And I remember the math teacher, who underlined the importance of the logic of his world (the dream) and told me that I shouldn't see them as any different from those in my reality. Ideas like death, or the dimensions of life, are mere perceptions and, he assured me, although I lived in a world governed by the senses, but he did not. But he did believe that his existence was limited to my perception of his being, because it was my dream, and that I should think twice about what constituted my existence. Who thought of me? Who constituted me and legitimized my existence? Myself? A superior being? Another dreamer of another reality whose dreams have five senses and whose reality had more?
The parachutist was worried about form. He explained to me that the first limitation that exists in the mind of a being is the void, and the first fear, the horror vacui. Following birth, our next limitation is the first atom of what is known. He said that as we begin to understand existence, we begin to create the structures through which we will translate and interpret reality. In my world, as I grew older, I gradually learned that death existed. And long before that I learned of that desert of illusion and otherness that so despairs us before death. There was once a moment in which I created a personal homeland, on the border of my dreams and my conscious being, and from that border I said to myself:
"This is my territory. The territory where I will love, where I will live, where I will dream the impossible. There is nothing that frightens me here, nothing that stops me. Nothing that disturbs me, nothing that I forget. It is the hidden country of my mind, where I will never die, until I die. " He said he understood that, and that this would be the only place where he would truly exist.
The architect was among those who left my mind absolutely echoing with his use of concepts (in the language of dreams, naturally) such as re-imagination and escape. He explained that they revealed themselves in a reality vilified by such adverse elements as harmful violence, poverty, or illiteracy –which are concepts belonging to a linear personal evolution based on a logic of beginnings and endings.
His house was an aleph (like the aleph of which Borges spoke: “Does this Aleph exist in the depths of a stone? Did I see it when I saw all things only to then forget it? Our mind is porous when it comes to forgetting. I myself am falsifying and forgetting, with the tragic erosion of the years, my own features.).
The architect said that although geopolitical, ethnic, religious, historical, and personal boundaries exist, existence is about the re-appropriation and redefinition of these boundaries. In reality, our subconscious searching does nothing more than to provide the tools with which we construct reality –a reality that had long since changed for the people in my dream. He made constant mention of things like “ultra-architecture” and “inverted expanded architecture”.
He said this was an analogy of what is done by schools with no knowledge of literature. He told me that he lived a thousand years, and in those thousand years (in my dream) he witnessed how a science and the system of a science were constructed. They found a city that had already been built, because they had no idea what to do or how to build a city. Obviously, the first thing they did was to inhabit it, then, to imitate it.
With delusions of grandeur in the midst of their precariousness, they were taught that to make buildings they had but to use materials and simply place one brick on top of another. And, of course, this worked at the beginning, to make houses and small buildings. Nobody cared about or aspired to anything greater and systematic hierarchies and a status quo began to emerge based on meritocracy. And the above led gradually to legitimization of repetition with no awareness of the architecture of the place. Thus, the pedagogy of the basics was born. The camel, the lion, and the child were born, from logical error and failure.
Slowly they realized and became conscious of the fact that they knew nothing and aspired to nothing, and neither had nor sought the knowledge needed to plan the buildings of that ancient civilization, and had no way of reproducing their knowledge. Arriving at this new stage, the question "why" sparked a crisis that broke everything open until, eventually, they came to understand the very structure of the mind and of dreams. Next, someone discovered a riddle that made it possible to build a limitless building and, continuing on, discovered cancer.
I wondered if everything is different in dreams, because it wasn't a cancer. And he answered, "yes", because it arose from his doubts, from the meaning of his being, and from the way time was predicted.
And finally, there was the explorer, for whom life had lost all meaning. All he had were questions. He asked if an astronaut could also be an explorer, and a soldier. He said that he wasn't interested in a military career; that in the real world astronauts and explorers are executors, but this was not the real world. An astronaut is a symbol. Exploration, determination in the face of the unknown and the impossible, are a fundamental part of his purpose. He told me that he had wanted to become an astronaut because he longed to marvel at something endless. Scientists are driven by passion and a desire for what is as yet unknown, but eventually imagined. And by a total dedication to that which they hope to discover. That is the true explorer: one who offers a sacrifice before the Supreme and the Immeasurable, without feeling small. But what is the use of knowing or going where no one has been, whether it be the depths of the earth, the bottom of the sea, or into the endless universe? What do you get out of it? What do you gain by feeling insignificant and ignorant of the weight of the knowledge of the universe?
Someone uttered a word that left us all silent: humility.
Humility. And with it, love.
The arrogant suffer.
No one else spoke after that. But it seemed to me that this was the only way to understand all forms of infinity, as well as all its possible constructions. I mentioned that this group of people needed a messenger; I was that messenger. And this is my way of giving continuity to their existence. Beings out of a dream, whose only concern was the existence of their memory, even if the memory of a dream carries more weight than the people in it. In those circumstances, at that moment, in that incomplete dream.
At this moment.